martes, 27 de marzo de 2012

Caprichos de la infancia.

Era un día cualquiera de un verano que parecía no tener fin. El sonido de las cigarras, refugiadas en la madera del viejo y podrido árbol de mi jardín, provocaba que mis ojos se abriesen y comenzasen a percibir los radiantes círculos de luz que conseguían filtrarse a través de las grietas de mi persiana. Todo esto eran señales de otro radiante día lleno de horas que disfrutar, y así me dispuse a aprovechar el día de la mejor manera que sabía: no saliendo de mi habitación y encendiendo la tele para pulsar botones que guiasen a aquel regordete fontanero, con el fin de rescatar a su amada princesa, que se hallaba entre las garras de un dragón muy mal logrado. En el mismo momento en el que tomaba esta decisión, podía comenzar a sentir a mis espaldas la mueca de desaprobación proveniente de mi padre, quien con un llano "es que me preocupas, hijo" finalizaba cualquier tipo de discusión que pudiésemos tener.

A pesar de mi entusiasmo inicial, pasados unos días comencé a cansarme de los mismos colores, personajes y mundos. Quería cosas nuevas, y con esta ambición en mente me dirigí a la tienda de juegos más cercana a por nuevas experiencias. El primer juego que pude probar era horrendo, el segundo muy aburrido, el tercero tenía tanta letra que bien podía ser un malvado intento de acercar a inocentes niños a la lectura. ¿Y el cuarto...? El cuarto simplemente me enamoró. El cuarto juego era todo aquello que yo estaba buscando, con lo que yo había soñado (si bien podríamos discutir la posiblemente escasa exigencia de mis sueños) pero pueden estar seguros de que ese juego debía ser mio. ¿Único problema? Totalmente fuera de lo que mi cerdito llevaba en sus entrañas y, por lo tanto, un sueño inalcanzable.

Me arrastré y caí en lo más bajo: pedí dinero a mi padre, repetidas veces además. Él respondió repetidas veces que no. Yo sabía que no pedía mucho: en comida, en ropa, en colchas para mi cama habría gastado mucho más de lo que valía aquella preciosa pieza de entretenimiento. Así pues, me ofrecí a comer menos, a pasearme por la vida en calzoncillos y a dormir con un poquito más de frío el invierno siguiente, todo un chollo para cualquier padre, vamos. La respuesta y las reacciones las dejo a vuestra libre imaginación.

Finalmente, no me quedó otra que juntar el dinero que fuese recibiendo, sin siquiera poder discriminar las monedas más odiosamente inservibles que, pese a su escaso valor, encontraban refugio dentro de mi cerdo como cualquier otra. Cuando tuve el dinero suficiente hacía tiempo ya que me tocaba llevar guardapolvo y el suave crujir de las desafortunadas hojas secas que relajaban las plantas de mis pies habían retirado ya a aquellos calurosos meses de libertad. No pude evitar el hecho de que en mi cara se dibujase una triunfante sonrisa sin paletas (las cual había perdido hace poco, causando que el famoso roedor le diese un empujón final a mis ahorros) sobre la figura de mi padre. El dinero juntado era totalmente mio y me relamía pensando que el hecho de comprar aquel juego significaba vencer a mi padre en su propio terreno, desafiando su todopoderoso régimen autoritario.

Entré con él a la tienda, cogí mi próxima adquisición y me preparé para sacar cada pequeña moneda de mi hucha cuando una vez en el mostrador (que se encontraba por encima de mi estatura y, en consecuencia, en terreno totalmente perteneciente al feo mundo de los adultos) mi padre entregó el dinero correspondiente al encargado de la tienda.
Confundido y enfadado con una bolsa que contenía el sacrílego juego de mi derrota, miré extrañado a mi padre mientras salíamos de la tienda.

-Felicidades hijo. Has aprendido a ahorrar, estoy muy orgulloso de ti-me dijo con una amplia sonrisa en la cara.
Juego, set y partido. Desde aquel entonces la relación con mi padre fue más, digamos, llevadera.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Sigh

Sigh

Sigh abrió los ojos como de costumbre durante el transcurso de aquella mañana; una mañana cualquiera, de un mes insignificante, de un año carente de importancia en esta historia. Sigh, después de tomar el desayuno y darse una más que reconfortante ducha, se tomó el resto de la mañana libre, y tomó la decisión de invertir su modesto tiempo en pintar un cuadro. Hacía mucho que Sigh no pintaba, y gozaba de ganas de poder observar cómo sus habilidades y técnicas en este arte habían mejorado después de la practica de tantos años.


Sigh comenzó a pinta en un lienzo grande donde, como no, decidió retratarse a sí mismo, claro que como de costumbre, se hizo algunos cambios mínimos para que nadie le reconociese en su propia obra, dando como resultado a un chico muy similar a él, pero con las diferentes suficiencias para que el ojo ignorante no pudiese definirlo como a él mismo. Estuvo un buen tiempo pintándose a si mismo, y cada mínimo detalle que Sigh recordaba de su persona, por pequeño que este fuera, era plasmado en el cuadro.

Una vez el cuadro estuvo terminado, habiendo pasado ya horas desde que una simple mañana había pasado a ser una mañana productiva y llena de arte, Sigh se dispuso a archivar el exponente máximo de su arte hasta el momento entre sus otras grandes obras, en las cuales se incluían otras grandes pinturas como "Chico triste", "Chico psicópata" o "Chico con cara cómico-pensativa", y es entonces cuando los ojos de Sigh se abrieron como un nuevo océano al llegar a ellos una revelación.

Su corazón se paraba a la vez que notaba que en todos sus cuadros, su persona se encontraba sola, totalmente sola... un escalofríos recorrió la espalda de Sigh, que rápidamente reconsideró la idea de archivar ya su obra, decidiendo así hacerle algunos pocos ajustes de última hora.


Sigh, cambiando el bote de pintura a uno propio de pintar paisajes, rápidamente se puso a dibujar gente alrededor de su retrato, sin detenerse mucho a pensar a quien pintaba a su lado, de tal forma que pronto todo el cuadro estuvo lleno de personas, no tan detalladas como a Sigh le gustarían, pero personas al fin y al cabo. Sigh ya no estaba solo, ni volvería a estarlo, pues toda la gente de ese cuadro le acompañaba.

A la mañana siguiente, y a partir de entonces, en cada mañana, Sigh despertaba y añadía más y más detalles a las personas que acompañaban. Poco a poco, Sigh llegaba a la conclusión de que las personas que rodeaban a su retrato se diferenciaban mucho de éste, detalle de la pintura que le molestaba, por lo tanto iba retocándose a si mismo para que su retrato pudiese coincidir mejor con el resto, hasta un punto en el que finalmente dejó de destacar, aunque Sigh se encontraba muy ocupado por seguir el progreso de la gente que le acompañaba.


Cuando hubo al fin acabado su obra, Sigh cogió su obra con sus propias manos y la acercó a él cual periódico para fijarse en los detalles que, en esta obra en concreto, no eran pocos. Había tardado, si, pero había pintado con detalle envidiable a toda una multitud.

Volvió a mirar su nuevo “magnum opus”, enorgullecido, y procedió entonces a buscarse a si mismo en el cuadro, y se sorprendió cuando no pudo encontrarse.

Se asustó al solo ver a un montón de gente, a una muchedumbre. Después de varios minutos buscando, encontró al chico del cuadro que ya, a duras penas, se parecía a él. Muchas cosas habían cambiado ya en el chico con el objetivo de encajar con el resto de la pintura como para que Sigh siquiera pudiese reconocerlo.

Sigh, al verse transformado en aquello en lo que la multitud le había convertido, lloró y lloró desconsoladamente encima de su cuadro, haciendo que la gente que rodeaba su retrato comenzase a temblar y a removerse puesto que, a diferencia de la pintura que había usado para su retrato, la pintura de paisaje no era impermeable, y comenzó a correrse, haciendo así que las personas que rodeaban a Sigh comenzaran a desaparecer.



Finalmente lo único que quedó en el cuadro fue el modelo inicial de Sigh, aunque esta vez rodeado de borrones y malformaciones en el lienzo causadas por la corrida de tinta y la caída de las lagrimas sobre éste. Manchas de gente que había estado a su lado. Manchas de gente que se había ido.

Finalmente Sigh observó con despecho a su obra, y acabó archivándola entre el resto, eso si, no queriéndola volver a ver nunca más.


Y allí, al final de la pila de otras pinturas, la obra reposa aun. Aquel desolado cuadro llamado "Chico solo".


Fin


By: Leandro

To: Eli